Viaje al Congo by André Gide
autor:André Gide [Gide, André]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Otros, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 1926-12-31T16:00:00+00:00
* * *
Esta noche, en el poblado organizan un tamtam cerca de donde estoy; pero me quedo sentado ante la pequeña mesa que he montado, bajo la insuficiente luz del farol, con las Wahlverwandtschaften, pues ya he terminado de leer Master of Ballantrae. La luna, en cuarto creciente, está casi encima de mi mesa. Siento que la extraña inmensidad de la noche me rodea por todas partes.
No obstante, un poco más tarde me acerco a la danza. Un débil fuego de rastrojos en medio de un gran círculo; una ronda animada por dos tambores y tres calabazas sonoras, llenas de semillas duras, montadas sobre un mango corto que permite agitarlas rítmicamente. Ritmos sabios, impares; grupos de diez redobles (cinco más cinco) y luego, en el mismo espacio de tiempo, le sucede un grupo de cuatro redobles, acompañado por una doble campana o castañuela de metal.[13] Los músicos están en medio. Cerca de ellos, un grupo de cuatro bailarines forma dos parejas. La gente de la ronda se sitúa por orden de altura, primero los más altos y luego los niños, incluso algunos muy pequeños de cuatro o cinco años; las mujeres van detrás. Meneándose y agitando los hombros, con los brazos colgando, avanzan muy despacio de izquierda a derecha, de manera taciturna y alocada a la vez. Cuando pongo la mano sobre el hombro de uno de los niños, se aparta del círculo y viene a apretujarse contra mí. Unos hombres que contemplan la danza, al verlo, llaman a otro niño, que viene a mi otro lado. En un momento en que se interrumpe el baile, los dos niños me llevan con ellos. Se quedan sentados en el suelo, cerca de mi silla, mientras comemos. Quisieran ser nuestros criados. Se les han sumado más niños. En la noche que los absorbe, solo se distinguen con exactitud sus ojos, clavados en nosotros, y, cuando sonríen, sus dientes blancos. Si les tiendo la mano, la cogen, se la aprietan contra el pecho o la cara y la cubren de besos. A mi lado, en una silla, dormita el pequeño «perezoso»; siento su suave calor en los riñones. Ahora lo llamo Dindiki, que es el nombre que le dan algunos indígenas.
Conviene señalar la mala voluntad, casi la hostilidad de este poblado (y del anterior) cuando llegamos; una hostilidad que cesa enseguida y desaparece ante nuestra iniciativa, dando paso a un exceso de simpatía, con efusiones y demostraciones calurosas. El propio jefe, que al principio se zafó y declaró que no podía encontrar huevos para nosotros ni mandioca para nuestros hombres, ahora se afana y nos ofrece más cosas de las que le pedíamos al comienzo.
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